Colección de flamencos: Antonio Gallegos

Ex presidente de la Peña de La Platería, cantaor y toda una autoridad en el mundo del cante jondo de Granada, es uno de los imprescindibles en las reuniones de cabales en las que siempre es bien recibido
| ACTUALIZADO 30.09.2012 - 05:00
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De izquierda a derecha: Juan Pinilla, Paco Paredes, Charico y Antonio Gallegos.
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Comentan que si un médico recomendase a este señor de bigote canoso y mirada profunda dejar el flamenco para recuperarse de alguna dolencia, lo condenaría, directamente, a la muerte por inanición. Antonio Gallegos Montero (Capileira -Granada- 1949) vive el flamenco como una categoría de su ser y su sentir, como un abril florecido en la primavera de su gusto musical, como un místico rodeado de belleza. 

En su juventud moza, cuando la Alpujarra empezó a despoblarse, bajó de la falda sur de Sierra Nevada para asentarse en el telón norte de estas cumbres, pasaba las horas sentado en la puerta de los establecimientos a los que no le dejaban acceder por su corta edad, escuchando el cante que dentro se profería con la levedad que arroja una voz tras una pared. Andaba kilómetros en busca de flamenco, en busca de personas a las que preguntar, con las que comenzar una conversación abundante sobre el cante, sus orígenes, sus personajes y sus formas. Pronto le corrió por las venas el gusano de lo jondo. 

Cuando fue elegido presidente de la Peña Flamenca de 'La Platería', limpió varias veces el polvo de sus ventanales, sacudió las alfombras, ordenó los discos, cambió el color de sus cuentas bancarias y lanzó tales señales de humo en compás de amalgama desde la copa de la torre del Carmen de la placeta de Toqueros, que fueron atrayendo a una fervorosa afición otrora huída de su templo sagrado por hastío. La fumata blanca de aquel vaticano flamenco atrajo a plateros peregrinos de todos los puntos de la geografía y él, a punto de jubilarse como empleado de la telefónica y dedicado por completo a las tertulias profundas y los cantes señeros que también había cultivado durante toda su vida, empleó muchos días y muchas noches en reconstruir la imagen de la peña más antigua del mundo. 

Estudioso, preocupado, avivador de los jóvenes, crítico nada conciliador, exento de mito-poéticas y pseudo-intelectualismos, Antonio Gallegos pasea el centro de la ciudad con gesto grave y preocupado, absorto en su pensamiento, en la reflexión siempre caliente que ofrece a su interlocutor con palabras que arrancan en un inusitado tono de seriedad y concluyen en una cascada de anécdotas y risa casi de sonoridad descarrilada y juvenil. 

"Ese, ese es un tísico del oído, como decía Cobitos", asevera ante alguien que sabe de cante, recordando siempre a los viejos y sus dichos. Su cante, de voz natural y grave, navega entre Caracol, a quien profesa devoción cantaora, y Pepe Pinto, al que considera, incluso, anterior en profundidad que la Niña de los Peines y Tomás, esposa y cuñado de aquel, respectivamente. Sus conversaciones y conferencias son abundantes en contenido, densas en referencias, puntuales en datos y ricas en matizaciones. 

Antonio Gallegos, grabó junto a Enrique Morente la misa agnóstica en Madrid, compartiendo documental con el cantaor Guadiana y bajo la producción de Paco Espínola. Eran temporadas en las que el trabajo lo encontraba por la corte, donde lloró con lágrimas amargas la muerte de Rogelio 'el de Montefrío', compañero inseparable del vagón de lo jondo. Antonio lleva años llorando a los flamencos, a sus antecesores y a aquellos a los que ha amparado: Charico. Porque lleva el cante y a los cantaores granadinos cobijados en su invernal abrigo de pana. Gallegos siente a los flamencos de Granada como Curro Albayzín a los del Sacromonte. 

Cree firmemente que el flamenco se hizo en las ciudades, en los barrios de las grandes urbes y no en el campo. Siendo su procedencia Capileira merece consideración su posicionamiento. Un día, animado por los socios y la junta directiva, y ya fuera de toda responsabilidad en La Platería, dio un recital con la guitarra de Paco Cortés. 

Recuerdo una toná que hizo de pie y cómo le temblaban las piernas. Este trepador por las ramas del árbol del cante, este luchador infatigable en la dialéctica del cante y la palabra, este poeta de ritmos populares, este buscador noctámbulo de la elipse del grito siente tanto respeto por el cante que se echa a temblar cuando ha de hacerlo en público. 

Es tan frecuente verlo en las tertulias y reuniones de cabales como en los bares flamencos de ambiente universitario, rodeado siempre de curiosos que acuden a él en busca de la anécdota fresca y el dato preciso. Un día lo encontré por la calle, me miró y siguió hacia delante como si no me conociera. Al darme la vuelta, me dí cuenta de que iba tarareando alguna copla. Reconocí ese despiste en mí mismo, y en todos los grandes aficionados que conozco y continué mi camino sonriendo y musitando entre dientes: "Ahí va otro enfermo del flamenco".

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