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FLAMENCO
Colección de flamencos: Rafael Moreno
Por el taller de este guitarrero bohemio con aires de hidalgo han pasado tocadores de todos los estilos que, además de llevarse consigo un instrumento de diez, siempre disfrutan de buena charla con sabor a vino
| ACTUALIZADO 16.09.2012 - 05:00
En su pedestal de humildad, entre las angostas calles que desembocan a San Matías, frente a una botica situada al sur del Palacio de los Condes de Gabia, rodeado de fotografías de amigos y compañeros de lo flamenco y lo humano, levita diariamente Rafael Moreno Rodríguez (Tánger, 1954, instalado en Granada desde los 6 años). Pasa los días trabajando auspiciado por el aura de una libertad a sí mismo otorgada, exento de manías y rituales, arropado por el polvo de toda una vida entre maderas, sus cotizadas guitarras, batas blancas de una pulcritud muy similar a la de su cante por soleá, lápices afilados con navaja, discos antiguos, carteles de época, un reloj que mide la humedad del aire para redimir a sus maderas de la sequedad de los días calurosos y una curiosa colección de vasos de vino con los nombres de los célebres personajes que por su taller han pasado y han bebido el caldo que siempre ofrece generosamente Rafael, como gran anfitrión.
Rafael Moreno evoca todos los días la oración del vino y del cante, en esa hora exacta en que el sol se coloca en perpendicular sobre los tejados del centro de Granada, y la conversación distendida acude benigna a su presencia como un rayo celestial.
Rafael es un célebre guitarrero (trabajó junto a Manuel Bellido, Antonio Marín y Antonio Durán, por lo tanto podemos considerarlo discípulo indirecto de Eduardo Ferrer), un no menos célebre flamenco (lo que llamamos un 'cabal') un célebre fumador de tabaco negro (a lo Jack Nicholson, Groucho Marx o Santiago Carrillo) y un célebre bebedor de vino (como los flamencos de época, que adoraban a Silverio y Chacón a la par que al dios Baco). Pero Rafael bebe el vino como si de un ritual de aromas y placeres se tratase, y lo comparte generosamente en el centro social improvisado que resulta su taller cada día.
Este bohemio de decir pausado, mira a los ojos cuando habla de flamenco, toca el alma con su mirada clara, sincera, afectuosa. Siempre comporta gesto de cantaor, gasta palabras de rapsoda y posee una imagen de pintor bohemio de finales del XIX. Su retrato psicológico y físico es algo así entre Dalí y Pepe Pinto, entre Mallarmé y Carlos Marx.
Rafael Moreno es como más flamenco que ninguno: no por su inefable cante por soleá si no por el espacio de inmensidad que abre ante el mismo cuando agacha la cabeza, cierra los ojos, marca el compás exacto en la mesa y se dice sus letras: "Al cante no lo molestes/ tócame mu despacito/ como Habichuela a Morente".
No entiende de números excesivos, de tercios alargados, de campeonatos de oxígeno, de maratones innecesarias... En su horizonte teórico se encuentra desterrada la palabra artista, porque no la entiende, porque no la quiere. Sólo comprende el buen gusto, el buen decir, las buenas formas, y se deja llevar por ellas hasta el amanecer de mañana o pasado mañana si hace falta.
Sus maneras de hidalgo, su caballerosidad y hombría en el trato humano, convierten a este singular personaje de la noche flamenca granadina y las mañanas guitarreras, que además resulta ser un hábil jugador de dominó, en todo un cazador de talento, en un catalizador del sentimiento, en el mejor amigo de los flamencos cabales, paseador elegante por la avenida de la jondura a esa hora maldita en que los bares a punto están de cerrar, como diría Sabina, y la imagen del Tío Agustín Carmona le acaricia el recuerdo cuando las copas y la situación lo requieren. En ese instante mágico, Rafael se busca y se rebusca, coge tono a cada instante, a veces canta, a veces habla, siempre interesante, siempre afable, hasta encontrar en su interior a aquel adolescente que se enamoró del cante al lado del Tío Mandeli.
Desde el Pinto al Chato de la Isla, desde su querido Valderrama hasta Tomás Pabón, desde su entrañable amigo Enrique Morente hasta la poesía o la literatura, Rafael Moreno es una de esas figuras inexorables, que hacen posible que la historia del flamenco siga fluyendo, porque él es flamenco desde que lo parieron, y así lo ejerce. Lleva el cante metido debajo del pin republicano que cuelga en el lado izquierdo de su pecho. Como aficionado, le debo este artículo, porque tocaba un alto en el recorrido de ese mapa flamenco que solo protagonizan, junto a él, unos pocos, pero también le debo mi admiración, respeto y el eterno agradecimiento por las lecciones ex cátedra que imparte cada día y a las que asisto impasible.
Rafael Moreno evoca todos los días la oración del vino y del cante, en esa hora exacta en que el sol se coloca en perpendicular sobre los tejados del centro de Granada, y la conversación distendida acude benigna a su presencia como un rayo celestial.
Rafael es un célebre guitarrero (trabajó junto a Manuel Bellido, Antonio Marín y Antonio Durán, por lo tanto podemos considerarlo discípulo indirecto de Eduardo Ferrer), un no menos célebre flamenco (lo que llamamos un 'cabal') un célebre fumador de tabaco negro (a lo Jack Nicholson, Groucho Marx o Santiago Carrillo) y un célebre bebedor de vino (como los flamencos de época, que adoraban a Silverio y Chacón a la par que al dios Baco). Pero Rafael bebe el vino como si de un ritual de aromas y placeres se tratase, y lo comparte generosamente en el centro social improvisado que resulta su taller cada día.
Este bohemio de decir pausado, mira a los ojos cuando habla de flamenco, toca el alma con su mirada clara, sincera, afectuosa. Siempre comporta gesto de cantaor, gasta palabras de rapsoda y posee una imagen de pintor bohemio de finales del XIX. Su retrato psicológico y físico es algo así entre Dalí y Pepe Pinto, entre Mallarmé y Carlos Marx.
Rafael Moreno es como más flamenco que ninguno: no por su inefable cante por soleá si no por el espacio de inmensidad que abre ante el mismo cuando agacha la cabeza, cierra los ojos, marca el compás exacto en la mesa y se dice sus letras: "Al cante no lo molestes/ tócame mu despacito/ como Habichuela a Morente".
No entiende de números excesivos, de tercios alargados, de campeonatos de oxígeno, de maratones innecesarias... En su horizonte teórico se encuentra desterrada la palabra artista, porque no la entiende, porque no la quiere. Sólo comprende el buen gusto, el buen decir, las buenas formas, y se deja llevar por ellas hasta el amanecer de mañana o pasado mañana si hace falta.
Sus maneras de hidalgo, su caballerosidad y hombría en el trato humano, convierten a este singular personaje de la noche flamenca granadina y las mañanas guitarreras, que además resulta ser un hábil jugador de dominó, en todo un cazador de talento, en un catalizador del sentimiento, en el mejor amigo de los flamencos cabales, paseador elegante por la avenida de la jondura a esa hora maldita en que los bares a punto están de cerrar, como diría Sabina, y la imagen del Tío Agustín Carmona le acaricia el recuerdo cuando las copas y la situación lo requieren. En ese instante mágico, Rafael se busca y se rebusca, coge tono a cada instante, a veces canta, a veces habla, siempre interesante, siempre afable, hasta encontrar en su interior a aquel adolescente que se enamoró del cante al lado del Tío Mandeli.
Desde el Pinto al Chato de la Isla, desde su querido Valderrama hasta Tomás Pabón, desde su entrañable amigo Enrique Morente hasta la poesía o la literatura, Rafael Moreno es una de esas figuras inexorables, que hacen posible que la historia del flamenco siga fluyendo, porque él es flamenco desde que lo parieron, y así lo ejerce. Lleva el cante metido debajo del pin republicano que cuelga en el lado izquierdo de su pecho. Como aficionado, le debo este artículo, porque tocaba un alto en el recorrido de ese mapa flamenco que solo protagonizan, junto a él, unos pocos, pero también le debo mi admiración, respeto y el eterno agradecimiento por las lecciones ex cátedra que imparte cada día y a las que asisto impasible.
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